Globalismo neoliberal y colonialismo Woke

Hoy ante esta lucha fratricida del bloque burgués en EEUU y a escala planetaria que llevan adelante los globalistas neoliberales y los Trumpistas “nacionalistas”, cabe analizar una de las estrategias de los globalistas: la política identitaria o Woke.

Que los globalistas como George Soros destinan millones de dólares para difundir la cultura Woke identitaria —las demandas de las minorías sean de género, transgénero, feminismo liberal, sexual, etc.— no es casual ni inocente. Estas inversiones tienen razones políticas, económicas, estratégicas y geopolíticas profundamente entrelazadas. Y que Trump desmantele la instituciones que financiaban la agenda woke, como la USAID y otras tampoco es casualidad.

Es importante dejar en claro que los revolucionarios y marxistas-leninistas no estamos en contra de las demandas de las minorías. Sin embargo, cuando estas se desligan del horizonte de la lucha de clases, se convierten en meras reivindicaciones liberales que no cuestionan el carácter capitalista del sistema, y ​​por tanto, son fácilmente asimilables por la hegemonía del capital.

Un fenómeno que me preocupa y que es necesario desentrañar es el por qué la izquierda chilena y parte del mundo fue colonizada con la agenda Woke con tanta facilidad. He escrito ya tres artículos sobre este tema: Los “Todes”: Como la Izquierda Woke Cambió la lucha de clases por “Pronombres”, también Misión geopolítica de la izquierda Woke: Balcanización cultural para la balcanización territorial, y finalmente Recuperar la Izquierda Clasista: Derrotar a la ‘Izquierda Woke.

Como sabemos, la cultura woke originalmente buscaba la conciencia social frente al racismo, la discriminación y las injusticias históricas, especialmente en el contexto del pueblo afroamericano en Estados Unidos. Pero ha sido transformada por los globalistas neoliberales, los laboratorios sociales del Pentágono, la CIA y el Partido Demócrata de los Estados Unidos en una herramienta hiperindividualista, moralista y divisionista, que gira en torno a la identidad personal como base de la política.

Así encontramos el identitarismo, en su versión progresista, que fragmenta a los sujetos políticos por raza, género, orientación sexual, etc., priorizando sus «identidades» sobre su condición material o de clase. Esta mutación responde a una lógica sistémica: el vaciamiento de la política como proyecto colectivo de transformación estructural, y su reemplazo por una gestión de emociones y símbolos sin impacto real en las relaciones de poder.

1. División y desmovilización del sujeto colectivo

“Divide y vencerás” ha sido una máxima del poder desde hace siglos.

El globalismo neoliberal necesita neutralizar toda forma de resistencia colectiva, especialmente la que proviene de las clases trabajadoras organizadas, de los movimientos populares que tienen una raíz anticapitalista, antiimperialista y soberanista.

Al fomentar identidades individuales y subjetivas como ejes de la lucha, se reemplaza la política de clase por una política del “yo”: luchas emocionales, personales, no estructurales. Lo que antes era “nosotros” ahora es “yo me siento ofendido”, “yo me identifico como X”, etc. La política depende de noción subjetiva de los individuos aislados.

En vez de sindicatos o movimientos obreros organizados, proliferan colectivos fragmentados por intereses parciales, a menudo enfrentados entre sí, incapaces de construir una fuerza política común frente a los poderes económicos. Esto es funcional al sistema, que necesita cuerpos dispersos, enfocados en disputas simbólicas, pero incapaces de cuestionar el modelo productivo o financiero.

2. Neutralización de discursos y prácticas anticapitalistas

En el fondo, lo que se busca es la neutralización del pensamiento crítico estructural, es decir, del análisis que desnuda las causas materiales de la explotación, el saqueo, el desempleo, la desigualdad, la precarización o el endeudamiento.

Al transformar el debate político en una batalla de moralidades individuales —quién es más inclusivo, quién usa el lenguaje correcto, quién representa mejor a las “minorías”— se oculta el problema de fondo: la desigualdad estructural que genera el capitalismo.

Se reemplaza el análisis materialista por la “ofensa”, la “representación” o la “inclusividad”, conceptos que no alteran las relaciones de poder económico. No se discute la acumulación del capital, la financiarización, la propiedad de los medios de producción o el control corporativo del planeta. Se discute si una serie de Netflix tiene o no suficiente diversidad. Y eso es perfectamente funcional a los intereses del capital global.

3. Economía de la identidad: un nuevo territorio de acumulación capitalista

La economía de la identidad Woke es un nuevo territorio de la rotación del capital. Es la mercantilización de la diversidad y la estetización del “progresismo” como marketing empresarial.

Las grandes corporaciones y transnacionales logran acelerar la rotación del capital monetizando el lenguaje y la estética. Publicidad “inclusiva”, productos con banderas del arcoíris, “meses del orgullo”, protocolos de diversidad, todo se convierte en mercancía. Incluso, una empresa petrolera o un fondo buitre puede lanzar una campaña de inclusión de ecosistema de género, mientras contamina a los trabajadores, precariza a los trabajadores o desestabiliza a los gobiernos.

Esto no sólo genera ganancias: también les permite aparecer como “progresistas” y socialmente responsables. Así, mientras mantienen condiciones laborales precarias, explotación, evasión fiscal y hasta financiamiento de guerras, logran blindarse simbólicamente bajo la fachada del progresismo identitario.

4. Razones geopolíticas del imperialismo con la política Woke e identitaria

El progresismo identitario es también usado como instrumento ideológico del poder occidental globalista, para señalar a países soberanos, populares o antiimperialistas como “atrasados”, “autoritarios” o “violadores de derechos humanos”.

Se justifica así la injerencia, el bloqueo económico, la desestabilización política o incluso la intervención militar en nombre de los “derechos humanos”, del feminismo liberal o de las transnacionales del LGBTQ+ —como ocurrió en LibiaSiria, o como se intenta actualmente en IránRusia o China.

El wokismo y la política identitaria, en este contexto, operan como un nuevo tipo de colonialismo moral. Un colonialismo que no llega con sotanas o fusiles, sino con fundaciones, ONGs, Hollywood y redes sociales. Pero que tiene el mismo objetivo: la balcanización cultural para posibilitar la balcanización territorial, desarticular soberanías, debilitar o destruir el Estado-Nación, imponer modelos culturales subordinados a la hegemonía occidental, ocultando intereses geoestratégicos bajo discursos “humanitarios”, etc.

El wokismo como moral del nuevo colonialismo

El colonialismo clásico —el de los siglos XIX y XX— se basó en la ocupación territorial, la explotación directa de recursos naturales, la imposición forzada de estructuras administrativas extranjeras y la justificación racista de una “superioridad civilizatoria”. Hoy, sin embargo, el control y sometimiento de naciones no siempre requiere de ejércitos o gobernaciones coloniales. El colonialismo mutó en una forma más sutil, ideológica y emocional: el colonialismo moral.

Este nuevo colonialismo moral ya no se presenta con sotanas, bayonetas o barcos mercantes, sino con ONGs, fundaciones, plataformas digitales, series de televisión, premios internacionales y redes sociales. Y su principal herramienta es la ideología identitaria woke, reciclada por el globalismo para fines imperiales.

El colonialismo woke se caracteriza por la imposición de estándares morales y culturales occidentales como universales. El nuevo colonialismo moral parte de la suposición de que los valores progresistas occidentales son superiores, neutrales y deben adoptarse globalmente. Diversidad, lenguaje inclusivo, políticas de género, representación LGBTQ+, etc., son utilizados como criterios para evaluar si un país es “democrático”, “civilizado” o “digno de inversión”. Aquellos que no se adhieren son etiquetados como “retrógrados”, “opresores”, “patriarcales” o “autoritarios”.

En lugar de respetar la soberanía y autodeterminación de los pueblos, se usan los derechos humanos selectivamente, señalando las supuestas deficiencias en países adversarios (casi siempre no alineados con EE.UU. o la UE), mientras se ocultan violaciones masivas de derechos por parte de aliados estratégicos como Israel, Arabia Saudita, Ucrania, etc.

La deslegitimación cultural y política de proyectos soberanos o populares, gobiernos como el de Irán, Rusia o incluso China, han sido acusados ​​de “atrasados” o “antidemocráticos” por no acatar la agenda woke. Esto sirve para erosionar su legitimidad internacional y preparar el terreno para sanciones, bloqueos, desestabilización o intervención directa. En Libia, por ejemplo, parte de la justificación para derrocar a Gadafi fue “salvar a las mujeres” y a “las minorías sexuales”, cuando en realidad el objetivo era controlar el petróleo y destruir un modelo de desarrollo autónomo africano. El movimiento 8 M de Chile celebró la caída del presidente de Siria Bashar al-Ásad, pero han guardado silencio hoy cuando se torturan y asesinan masivamente a mujeres y niños.

En muchos países del Sur Global, las fundaciones como Open Society de George Soros, o las agencias como USAID, financiaban proyectos culturales y educativos con el objetivo de implantar valores neoliberales disfrazados de progresismo. Esto va desde el adoctrinamiento en derechos individuales hasta la despolitización de la juventud, alejándola de luchas estructurales o anticapitalistas.

La normalización de un pensamiento único supuestamente progresista, es decir el nuevo colonialismo no se impone con fusiles, sino con premios, visibilidad, becas y financiamiento a quienes reproducen sus discursos, generando la censura, estigmatización o cancelación a quienes se oponen. Es una forma de hegemonía cultural, al estilo Gramsciano, pero bajo el control de megacorporaciones, organismos financieros y estados imperiales.